domingo, 14 de diciembre de 2008

Sueño

Por Cristina Pastén


Me senté, observé. Todos mis sentidos alcanzaban una perfecta armonía, sin embargo, quería yo saber si algún día llenaría el vacío que dejaban mis ojos al ver un mundo tan insípido.

Me acomodé frente a mi seudo piano de plástico, me puse los audífonos y comencé a tocar, así es como toda la vida he saboreado las delicias de la existencia que aunque el mundo entero la haga lucir gris, posee todos los colores del gran pentagrama.

Toda la vida he tocado piano con audífonos, en el edificio nadie sabe que soy pianista.

Recuerdo muy bien ese día, estaba pensando en el arte, en cómo lo visual había caído en una extrema mediocridad. Un tubo de óleo en la tela y ¡ya está! “arte abstracto”

Los insuficientes artistas visuales habían desgarrado el significado de “abstracto”, no podían siquiera igualar las obras de hace diez o quince años atrás, donde el arte moderno y post moderno había alcanzado su máxima expresión.

Cabe subrayar que los músicos también hicieron de las suyas. Era indigno como “creaban” música estúpidamente bailable, yo no lo llamaría crear, si no más bien defecar notas de un programa computacional.

Hubo un tiempo donde los artistas fueron simples animadores de falsos intelectuales.

Hubo un tiempo.

Era de noche, decidí posar la vista en esa calle alejada de mi ventana, contemplé mil y un almas automatizadas y degradadas por un sistema económico y social que caía cada vez más.

Escuché los gritos de la publicidad y sentí esa atmósfera pesada de reglamentaciones al abrir la ventana.

Sin embargo, al percatarme de todo ese desastre, recuerdo que aún tenía ilusión, y que siempre imaginaba lo que hoy es real.

Ya no me acuesto pensando en que puede haber un mundo mejor, pues ya no lo necesito, porque en ese entonces era absolutamente necesario ser tu propia y constante animadora para poder así subsistir y no ahogarse en el mar muerto.

En el mar de los billetes negros, de las siluetas perfectas y las identidades en masa.

-Claudio, ya son las cuatro – Beatriz interrumpió mis pensamientos- tienes que ir al teatro.

-No quiero… -contesté con melancolía.

-Nagashima nos tiene en la mira, ¡despégate de la ventana!

Obedecí, me levanté, tomé mi bolso de expresiones y un bus de la empresa norteamericana happybus. Llegué en tres minutos y medio.

Tomás Hoffman (el presidente de esa época), había privatizado la policía, por lo que en ese momento, una empresa japonesa llamada Nagashima nadaba por las calles como tiburones descorazonados

Como si fuera poco, esa tarde los músicos inertes parecían fantasmas sin ánimos de penar.

Yo no sé si los cellistas hacían música o deslizaban un carísimo arco por una caja de madera. La música no la hacen los instrumentos.

Los instrumentistas de viento tocaban pesado como un árbitro de fútbol sopla su pito. Los hologramas solo se mantenían en pie por electricidad. Todo era inútil y aburrido hasta que me percaté de la presencia de una silueta familiar en medio del marco de la puerta.

José.

Dejé de tocar de inmediato terminé la pieza. Troté como un niño hasta la puerta y enrollé mis brazos en el cuerpo de mi amigo.

-Hola mi amigo –me dijo simpático como siempre.

-¡José! ¿Cómo haz vivido? ¿Qué es de tu existencia?

-Bien, bien. Espera, conversamos luego que traigo una acompañante.

-¿Acompañante?

Imaginé una mujer extrovertida, de un cuerpo no parecido al estereotipo y con cara de ángel (como las otras parejas de José), sin embargo, me encontré con una mole de gran musicalidad.

-Esta belleza es un Sony modelo antiguo –me dijo orgulloso- Me lo traje de Francia para que podamos tocar juntos.

Observé el piano, precioso, un vertical del 10’, plateado, de teclas pesadas. La transportadora a hidrógeno (también traída de Francia) acomodó el instrumento frente al Yamaha vertical negro que yo usaba.

Sony miraba a Yamaha y Yamaha miraba a Sony, sin embargo, ambos nos miraban a nosotros que girábamos en torno a su existencia.

Saqué mi libreta y comencé a escribir “La lluvia negra de una sociedad enferma, es blanqueada cuando una mano compañera atraviesa todo lo vacío”

Dos violinistas saltaron a carcajadas y uno de ellos –el más adornado- me gritó:

-¡Por lo menos cómprate un Touch si no tienes para un Holothink!

-¡Pero no uses esa asquerosidad! –gritó el otro.

Silencio, las burlas me recordaban lo hermosamente diferente que llegué a ser.

-Claudio –me llamó José a la salida- Tengo que hablar contigo.

-Dime –contesté tranquilo.

-Aléjate del bando popular.

-¿¡Pero por qué!?

-Aléjate, te digo. La segunda guerra civil está por comenzar y está de más decir que los neoliberales nos llevan ventaja.

-Pero por eso mismo. Sabes que mi vida está con ustedes, mi vida está en el bando popular.

-Mentira, tu vida está en la música.

-¿Y la tuya?

No respondió, el silencio reinó.

-Solo te digo –prosiguió- que te alejes.

Abrió su bolso y sacó un trozo de papel mal cortado.

-Antes de irte del país, llama a este número.

Tomé el papel y se alejó de mí.

-¡No me iré! –le grité a media calle.

Dos segundos después me arrepentí profundamente. Ahora tenía más razones para la desagradable atención de los policías de Nagashima.

Llegué a mi casa, cómo anhelaba un beso de mi Beatriz, pero no, estaba solo, porque ella –para variar, socialmente hablando- trabajaba incesantemente y mi Bastián sufría de un lavado de cerebro continuo en el jardín infantil. Y todo frente a mis ojos.

Sentí la vibración de la puerta. Una onda me dijo el nombre de quién estaba detrás del trozo de plástico: José.

La abrí, lo miré. Sin decir palabra, lo hice pasar.

-¿Por qué estás aquí? Dime la verdad –le exigí secamente.

Miró hacia ambos lados, nervioso, contestó:

-¿Eres mi madre? ¿o qué? ¿Tengo que decirte todo lo que haga y el por qué?

-Pensé que éramos de confianza.

-Lo somos, pero déjame tener mis secretos, ¿sí?

Me quedé en silencio, lo sentí lejano, ajeno.

-Tienes que irte. Alex consultó por mí las listas negras, tú no estás, pero si el resto del grupo, haz tenido suerte –me dijo con urgencia.

-¿Y eso qué? Igual tengo que luchar.

-¿Luchar? ¿por qué? ¿por el comunismo? Ambos sabemos que eres anarco al cien por ciento.

-Eso no importa, estoy en contra de los neoliberales y eso es lo que interesa.

-Sí, sí, ¿y si ganamos? ¿vas a pelear contra nosotros? Lo tuyo es la música, la política es algo casi imperceptible en tu sangre…

Me toqué la frente, siempre he odiado que me digan las verdades en el rostro.

-No quiero seguir hablando contigo –le dije serio.

-Yo tampoco, pero hay dos malditos nagashimas afuera del edificio. La gente con suerte se saluda y las reuniones son de noche y con drogas, ¿crees que no me dirán nada por salir de tu departamento así como así?

Rompí a llorar. Miré a través de la ventana y sí, evidentemente dos policías mestizos (eran como peruanos mezclados con japoneses vestidos con moda norteamericana) asechaban el portón del edificio.

José me abrazó y secó mis lágrimas con sus dedos. Parecía un niño en brazos de su hermano mayor.

-Creo que se han ido –dijo de repente- Me voy.

Sacó de su bolsillo un papel doblado y acotó:

-Casi lo olvido, es una licencia para la próxima semana. Se viene el golpe entre la próxima o la otra. No salgas de tu casa y procura que Beatriz tampoco. Mañana te traigo una para ella.

-Gracias pero… ¿y tú?

-Tranqui, yo estaré bien.

Se acercó hacia mí y me besó la mejilla, nos abrazamos y salió.

El resto de la semana fue aburrida, todos los días iguales: Levantada, autorretrato en el espejo, Happybus, Nagashimas, músicos inertes, burlas, tensión política, “tome Coca-Cola y sea feliz”, ausencia familiar, “Sea como en realidad es con Zara”, sueño, cansancio, cápsulas de galletas, piano con audífonos, Bastián con pensamientos raros, gente uniformada con modas, medios represivos, libertad inexistente, capitalismo a flor de piel, desigualdad, la mentira del “asilo contra la opresión”, reuniones secretas con el bando popular…

Happybus, Nagashima, Coca-Cola, Zara…

Happybus, Nagashima, Coca-Cola, Zara…

Happybus…

El Jueves me fui caminando.

Al salir del teatro, invité a José a mi hogar. En el camino (a pie), me dijo entre dientes que tenía lista la licencia para Beatriz.

Al llegar al departamento sin almas, noté que José estaba muy melancólico.

-¿Qué te ocurre? –le pregunté- ¿Qué sientes?

El hombre suspiró, tomó su mano derecha con su izquierda y viceversa, nervioso.

-Quiero decirte que haz sido el único ser además de…

-Jennifer –terminé su frase.

-Sí, ella… el único ser que ha conectado conmigo.

Suspiró nuevamente, tragándose una laguna de lágrimas.

-Llora si quieres llorar –lo insté.

Una lágrima solitaria viajó por su mejilla.

-Eres mi mejor amigo y si no te digo cosas es porque así es mejor –continuó- Te quiero, no, te amo. Te amo como mi compañero de batalla –rió en medio de su llanto silencioso- , te amo como el amigo incondicional que siempre haz sido. Antes de irme a Francia te prometí que siempre te iba a ayudar…

-Siempre haz cumplido con eso.

-Sí, sí, gracias. Gracias por tu amistad

Nos abrazamos. Recuerdo que estaba un poco confuso, la última vez que José se había comportado así había sido en el aeropuerto antes de irse a Europa luego de la muerte de Jennifer.

-Toma –me dijo mientras me pasaba el certificado de mi esposa- Ahora me tengo que ir, cuídate mucho, recuerda que tienes familia.

Se paró y se dirigió hacia la puerta.

-José –lo detuve- Yo también te amo.

Sonrió y preguntó intentando reír:

-¿Pero como amigo?

Le sonreí.

-Claro estúpido.

Me devolvió la risa. Le abrí la puerta, salió.

Nunca más lo vi.

Al otro día, José no asistió a la orquesta. A la salida, Alex llegó corriendo:

-Claudio, tengo que hablar contigo.

-Vamos a mi casa –le contesté.

-No, pueden atraparte –dijo entre lágrimas –Sólo sígueme.

Lo hice, me llevó a su departamento dos cuadras más allá.

Al cerrar la puerta, lo soltó todo:

-Apresaron a José. Los seudo gringos están comenzando a encarcelar a todo lo que ven rojo.

Un silencio inundó la sala, mi corazón se había detenido por un momento.

-Antes de que lo llevaran, me dijo que te pasara esto.

Sacó un trozo de papel mal cortado, era el número de nuevo.

-Dijo que llamaras –continuó- antes de hacer lo que él te había dicho que hicieras.

Corriendo, salí de su hogar.

-¡Espera! –me gritó Alex- ¡Debes tener cuidado porque nuestros nombres están en las...!

No escuché más.

Llegué a mi vivienda, lloré como un niño.

Cuando Beatriz entró al hogar, vino corriendo al piano. Mis lágrimas ya secas se habían convertido en un silencio musical.

-Voy a luchar por él… -recuerdo haberle confesado.

Beatriz me miró comprensiva, en silencio escuchó mis peticiones, sin embargo, al cabo de mis lamentos, comenzó a explicarme la situación y a plantearme que tal vez lo mejor era escuchar a José.

Pasaron los días y en mi casa me quedé, tal como me había dicho, sin embargo, no tuve el valor de salir del país.

Tres tardes después, Alex tocó mi puerta.

Al abrirle pude observar su rostro: absolutamente demacrado por una pena reciente.

-¿Qué pasó? –le pregunté casi por reflejo.

-Mataron a José.

Grité con la boca cerrada, con la voz apagada y con el llanto en el desierto.

Lo hice pasar, me moví por inercia. Sentí como una bomba arrasaba con lo más complejo de mi existencia, observé como mis manos se paralizaban y una sensación de desgracia asesinaba cualquier color que mi alma tuviese.

-Ahora vienen por nosotros –me dijo.

En ese momento percibí una urgencia tremenda, una urgencia por esconderme o escapar.

No quería morir.

-Lo más raro –continuó- es que José no está en las listas negras, sin embargo, todos nosotros sí. Ya no vale la pena luchar, Claudio. Me voy a Argentina.

Salió del departamento, nos despedimos y un segundo después de cerrar la puerta, saqué uno de los dos papelitos mal cortados con el número.

Ese número…

Agarré con violencia el teléfono y marqué los dígitos.

-Aló Orquesta de París, central en español –saludó una voz.

-Aló… -contesté vacilante- José Portigo me ha dicho que llame a este número.

-Sí, sí. José se ha retirado del cargo de pianista principal de la orquesta de París y nos ha dicho que en menos de dos semanas nos mandaría un reemplazante.

-¿Un reemplazante?

-Sí, dijo que traería a Claudio Lopehandía, ¿es usted?

-Sí… ¿yo soy su reemplazante?

-Pero claro, ¿no le ha dicho nada?

-No.

-José ha andado así de misterioso este último tiempo, pero bueno, no hay tiempo que perder. Tome el primer avión hacia Francia, lo estamos esperando señor Lopehandía.

Asentí, me despedí del extraño.

Antes de comenzar a guardar mis pertenencias, me senté en mi seudo piano y toqué como nunca lo había hecho: sin audífonos.

¡Quería que todo el mundo me escuchase tocar, que todo el edificio se enterase de que yo, Claudio Lopehandía, era un pianista, un pianista del alma!

Oí cómo se abrían puertas, ventanas y murmullos. La gente se preguntaba quién era el músico, quién estaba tocando el piano.

Sin embargo, no contestaba a los llamados de la puerta, seguía tocando. Mis dedos se movían por agradecimiento, pena, rabia, melancolía, culpa, alegría, pasión.

Una antítesis tremenda, un concierto de mil penas…

Un avión al otro día y un adiós…

Dos años después me encuentro en Francia, he sido llamado por una disquera italiana, la cual quiere que comience con mis propios discos y conciertos ya que está fascinada con mis composiciones.

Comienza mi sueño.

Gracias, José.

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