Por Carlos Andueza
El sensor calórico se activó. Los tibios rayos solares de media mañana alcanzaban ya la ventana de Isabel, y las persianas se abrieron delicadamente. Bajo las sábanas, y para protegerse de la luz, la mujer se dio vuelta hacia la pared. Pero de un momento a otro, un zumbido en sus oídos comenzó a molestar su sueño. Un micro despertador alojado en su hipotálamo comenzó a emitir un continuo y agudo sonido, además de una leve vibración. El sistema era bastante sencillo, pues se desactivaba inmediatamente después de que la persona portadora abriera los ojos. Salvo que esta vez, el alcohol de la noche anterior estaba cargando todo su peso en los párpados de Isabel. Cuando el ruido interno se hizo insoportable, la mujer perdió la batalla. Abrió los ojos y se levantó.
De camino al baño, presionó un botón rojo ubicado al costado del catre y la cama se destruyó. Abrió la llave del lavamanos, llenó un vaso de agua y volvió a su habitación. Del velador sacó una caja que contenía miles de diminutas píldoras; escogió una al azar, la dejó caer en el agua y puso el vaso en el suelo. Volvió al baño e introdujo en su vagina una pequeña manguera que trasladó su orina hasta un vaso hermético. La ducha tibia terminó por despertar sus sentidos.
Las imágenes se intercalaban en un orden aleatorio. Las sensaciones también. El torbellino de fantasías crecía a medida que las gotas rompían en su piel. Adex. La potencia de sus movimientos, el calor de sus brazos, la presión exacta de su contacto. El vertiginoso vuelco hacia límites insospechados le sorprendía y extasiaba a la vez. Adex. Nunca pensó que sus sentimientos se aferrarían de ese modo… bajo esas circunstancias. Y aún entre sus piernas, el agua arrastraba la espuma del jabón.
Para cuando el vapor inundó su habitación, un nuevo lecho se levantaba por sobre el vaso ahora hecho pedazos. Isabel amaba este sistema; siempre había odiado la rutina de hacer la cama. Se vistió y se dirigió a la cocina.
Potentes rayos de luz caían oblicuos sobre una descomunal pila de loza sucia. Escogió la taza que contenía menos residuos y la enjuagó un poco para servirse café. Del refrigerador sacó un pedazo de pastel ya seco y se sentó en la barra a comer. El estilo americano de la cocina le permitía ver sin problemas el living comedor. Sólo un sillón de dos cuerpos y una pequeña mesa a su lado se salvaban del desorden; la habitación se había transformado en un taller de pintura desde el momento en que puso un pie en el departamento. Atriles, bastidores, frascos, pinceles; un sinfín de materiales se esparcían por el reducido espacio. Y los lienzos orgánicos mixtos, su más reciente orgullo para su total contemplación.
La idea había surgido en Urano. En un bar kitsch del barrio bohemio de Lantaya, específicamente. Una pequeña drogadicta lloraba desesperada junto a su pareja, un viejo marciano que no sabía cómo consolarla. La niña tenía su entrepierna manchada de rojo, lo que indicaba, indiscutiblemente, que era humana, pues las chicas en Urano no menstrúan. En ése momento, Isabel se vio invadida del “orgullo terrícola”, esa tan ajena frase que había escuchado en cada uno de los planetas del sistema solar que había visitado pero que, tal como al concepto de “patria”, jamás le había encontrado sentido. Y decidió que los próximos materiales que utilizaría provendrían todos de su propio cuerpo humano.
Terminó su desayuno y sus recuerdos, y se abalanzó sobre un lienzo en blanco. Chocantes imágenes inconexas se agolparon en su memoria y se plasmaron espectralmente sobre la tela. Recovecos cálidos y ojos cerrados. Sonidos delicados y uñas incrustadas en metal flexible. Sabores irreales en una velada inesperada; sentidos perturbados durante horas; fluidos incontrolables explotando en su interior. Una sonrisa en sus labios y el pincel cubierto de sangre se deslizó sin obstáculos por el bastidor.
La música desafinada de sus entrañas le indicó, horas más tarde, que el horario del almuerzo ya había pasado. Se levantó, retrocedió y observó las evidencias innegables del paso del tiempo: dos nuevos bastidores llenos de color. Isabel acostumbraba a mirar durante varios minutos sus obras terminadas, percibiendo cada detalle, siguiendo el curso de las pinceladas, reviviendo el proceso. Pero esta vez no. El hambre era más fuerte y ya tendría tiempo para terminar su ritual más tarde. Desinfectó sus manos y salió en busca de algo que comer.
Las descascaradas paredes del pasillo siempre la habían tentado. Un desabrido color gris se imponía ante un verde pálido que se negaba a ser olvidado. Isabel se mordía los labios y apretaba los puños cada vez que cerraba su puerta tras de sí, conteniéndose de traer una gran brocha y untar de amarillo, magenta y esmeralda los deprimentes muros del tercer piso. Cerró los ojos un momento y trató de pensar en otra cosa. Bajando las escaleras se encontró con Macarena, su vecina del 25. La mesera le dijo que Adex la estuvo buscando el día anterior, a lo que Isabel le respondió que ya se habían puesto en contacto. Sabía que Adex no había preguntado por ella en la puerta de Macarena, pero también sabía que la discreción no era una característica de la mesera. Al salir del edificio, ambas se despidieron con una gran sonrisa, la que Isabel borró inmediatamente después de dar vuelta la cara.
El aceitoso calor de NeoSantiago ya era habitual. Las colmenas industriales, la incesante circulación del malogrado sistema de transporte público, el metro y las atestadas autopistas subterráneas no hacían más que aumentar las ya altas temperaturas. Isabel estaba segura que el domo artificial que había reemplazado la capa de ozono no aguantaría mucho tiempo más. Atravesando la ciudad con esos pensamientos revoloteando en su cabeza, se dirigió a un restaurante de comida marciana, la mejor opción para capear el calor.
Después de prácticamente tragar sus caracoles con huesillos, su ensalada de sandía y su jugo de hiervas frescas, Isabel se encaminó a “Colores Reales”, su tienda de arte interplanetario favorito.
Leo, su amigo y dueño del local, la recibió con los brazos abiertos. Declaró haberla extrañado, hacía mucho tiempo que no pasaba a visitarlo. Isabel le aclaró que desde que comenzó su último trabajo ya no necesitaba pinturas ni diluyentes industriales, y le explicó por qué. Leo quedó boquiabierto un instante, para luego levantar y dejar caer los hombros y sonreírle resignado. Claro que en ese momento Isabel sí que necesitaba comprar materiales; pinceles corroídos por la fuerte composición de su orina, y telas que no soportaban el peso de su sangre coagulada, la obligaban a reabastecerse. Además, necesitaba imperiosamente un neutralizador de olores para trabajar con el material que más esfuerzo le costaba conseguir.
Le regaló un sonoro beso a Leo a modo de despedida para cuando salió de la tienda con todo lo que necesitaba y con firme volvió a su departamento en el edificio Pax.
Durante el camino de regreso había visto cómo el afamado cineasta Pablo Navarrete filmaba una escena de sexo gore en la plaza pública. Pablo vivía siete pisos más arriba en el mismo inmueble y se habían hecho buenos amigos. Al pasar por la plaza levantó una mano y la agitó en el aire para saludarlo a la distancia. Además, y ya más cerca de su edificio, fue testigo de cómo un perro perseguía al gato lunar de la abogada del primer piso. Seguramente se había escapado de su casa. Isabel siguió con la mirada al asustado felino rosado y deseó con toda su alma que el perro lo eliminara. Odiaba a los gatos de la luna, no sabía por qué.
Aún con la desagradable sensación de la cercanía del gato, Isabel subió las escaleras sin percatarse de que estaba siendo observada. Dejó atrás el último peldaño y alzó la vista para encontrarse con Adex en el umbral de su puerta. El androide le sonrió e Isabel le devolvió la sonrisa. Dejó caer las bolsas y corrió a abrazar a Adex. El calor de sus brazos… la presión exacta de su contacto. Los duros pechos del androide se sentían tibios bajo su blusa. Adex la besó con fuerza y luego recorrió el cuello de Isabel con su húmeda lengua de silicona. La mujer cerró los ojos y le susurró que tenía que trabajar. El androide se apartó y fue en busca de las bolsas olvidadas. Miró a Isabel directamente a los ojos y con su delicada voz le dijo que esa noche no trabajaría ni un minuto. Isabel olvidó sus pinturas y, una y otra vez, imágenes aleatorias de cálidos recovecos surgieron en su mente a la vez que sonreía ampliamente.
Para cuando hubo cerrado la puerta, las descascaradas paredes del pasillo recibían los últimos y agonizantes rayos del sol.
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